Antes de que el confeti cayera, el rugido del punk ya se sentía arder en el aire gracias a Paranoia, los encargados de abrir la jornada. La banda nacional ofreció un show que fue mucho más allá de un simple teloneo y transformó su paso en una llamarada que calentó la energía hasta un punto de ebullición sin retorno. Con una energía avasalladora, guitarras filosas y letras cargadas de rabia social y vivencias, Paranoia recordó que el punk chileno sigue vivo, contestatario y sin filtros. Su vocalista, encarnando esa furia cruda del punk ochentero, lanzó frases directas, logrando un ambiente eléctrico que preparó el terreno para lo que vendría. No hubo distancia entre banda y audiencia, solo sudor, mosh y el eco de una voz que, en medio de la distorsión, gritaba por seguir resistiendo. Fue el prólogo perfecto para un espectáculo que prometía pasar a la historia.
La noche olía a nostalgia, cerveza y adrenalina. Los gritos de los fanáticos, esos viejos soldados del punk que crecieron con Viva la Revolution como bandera, reventaban el aire del Teatro Coliseo. La espera fue una tortura gozosa. Hasta que, de pronto, estalló el confeti. Como una explosión de color en medio del caos, The Adicts irrumpió en el escenario con Let’s Go, y el delirio se desató. Monkey apareció con su característico maquillaje de clown y esa sonrisa que mezcla locura y ternura. A su alrededor, la banda detonó un sonido crudo y energético, tan vivo como hace cuatro décadas. El público respondió con saltos, pogos y un coro colectivo que rugía cada estribillo. En Joker in the Pack y Horrorshow, el teatro temblaba. No había edad ni cansancio, solo ese espíritu punk que se niega a morir.
El segundo y tercer tema vinieron con sorpresas, entre el mosh y los empujones, una bengala encendida iluminó el caos. Monkey miró el fuego con cara de “¿qué demonios pasa aquí?”, mientras los guitarristas, entre risas y advertencias, pedían que nadie subiera al escenario. Nadie escuchó. Era imposible contener a esa multitud que vivía su propio apocalipsis feliz. Los clásicos no tardaron en caer uno tras otro, Johnny Was a Soldier, Numbers, Straight Jacket y Bad Boy se corearon con la garganta rota. Entre papeles de colores, globos y un frenesí que rozaba lo carnavalesco, The Adicts demostraron por qué su show es pura teatralidad punk, un espectáculo donde la rabia se viste de fiesta y la anarquía suena a celebración.
Monkey, siempre expresivo, interactuó con la audiencia con esa mezcla de mimo y bufón rebelde que lo caracteriza. Lanzó cartas al público, agitó paraguas, y en más de una ocasión se detuvo a observar el caos con una sonrisa satisfecha, como quien ve su obra maestra en movimiento, una horda feliz, ruidosa y absolutamente descontrolada. Cada riff era un disparo de energía, cada coreo, una pequeña revolución colectiva. El clímax llegó con Viva la Revolution. Las manos en alto, el pogo colectivo, y esa sensación de estar presenciando algo que se escapa del tiempo. Luego, la calma. La despedida. Monkey toma el micrófono y el Coliseo entero se une en un himno que eriza la piel, You’ll Never Walk Alone. Cae el último confeti, los globos rebotan sobre las cabezas sudorosas y, de fondo, la Ode to Joy de Beethoven, cerrando el círculo con la belleza del caos.
Fue una velada de descontrol y emoción pura. Una despedida con alma punk, corazón colorido y espíritu eterno. Porque si algo nos dejaron The Adicts en su adiós, es que la revolución no muere… solo se transforma en un grito que nunca deja de sonar.
¡Adiós amigos! ¡Viva la revolución!
















