Nota @litta_ | Fotos: @javiajerap
No fue un lunes cualquiera. El 28 de abril en el Teatro Caupolicán, Santiago dejó de ser capital para convertirse en trinchera. Una noche que sinceramente no entra en el molde de la nostalgia, porque esto no fue un museo del género punk, fue más bien una bomba de tiempo que aún explota en el alma de quienes seguimos resistiendo en este controversial mundo del capitalismo tardío. Y NO, no fue un espectáculo bonito ni estilizado, con buen ambiente y gente linda. Fue violencia sonora, fue la historia escupiéndote en la cara y haciendo ver algo que parecía extinto. Y qué necesario fue. Porque muchos, demasiados cabros nuevos, siguen confundiendo el punk con una caricatura. Creen que ser punk es vivir bajo un puente, sin teléfono, sin ducha, sin rumbo. Que la anarquía es sinónimo de nihilismo hueco. Y no, niñitos, ser punk es estar vivos y en pie dentro del mismo sistema que queremos cambiar. Los punks de la vieja escuela no desaparecimos, ni nos domesticamos. Somos tus profesores, tus psicólogos, tus trabajadores sociales, tus técnicos de la salud. Somos los que, con o sin cresta, seguimos gritando que UK 82 aún resuena, que Fuck the System no es solo un slogan, y que Punks Not Dead es un manifiesto, no una camiseta.
La gira por Chile ya venía cargada de electricidad desde La Serena y Concepción. Esas fechas no fueron teloneras, convergieron en altares donde se encendió la mecha. Definitivamente el público del norte y el sur transformó la gira en una especie de peregrinaje, una transfusión de energía que llegó hasta Santiago para reventar como solo lo sabe hacer una causa justa con rabia acumulada. Gracias a esos shows previos, este último concierto fue, sencillamente, redondo. Sin fisuras. Una sinfonía de caos bien dirigida.
La noche partió con potencia. Los nacionales Gordom fueron una bofetada directa, su sonido sucio, voz visceral, actitud honesta que llevo muy bien el prólogo de esta jornada. Luego Moratory, desde las entrañas frías de Rusia, trajo al Caupolicán un show modesto en puesta en escena, pero explosivo en energía. Sin necesidad de grandes despliegues ni poses impostadas, la banda descargó su arsenal con precisión brutal y actitud feroz. Su presencia fue un recordatorio de que el punk, cuando es real, no necesita adornos, solo volumen, convicción y una rabia que traspasa fronteras. Y entonces, vino el fuego. Let’s Start a War abrió la masacre. Wattie Buchan, más encarnado que nunca en su papel de predicador del descontento, mostró que su voz y su presencia siguen siendo dinamita. Siguieron Fight Back, Dogs of War, The Massacre. Puro golpe. Sin concesiones. Ni un minuto de relleno. Cada canción era una piedra más en el muro de resistencia que la banda ha levantado por más de cuatro décadas.
El setlist fue un recorrido completo, visceral, sin maquillaje. Chaos Is My Life, Noize Annoys, Disorder, Beat the Bastards, Don’t Forget the Chaos. Cada título un poema incendiario. Cada riff, una protesta. Tocaron Troops of Tomorrow, homenajeando a The Vibrators, como recordatorio de que esto es una hermandad y no una competencia. El punk no es propiedad de nadie, pero sí se gana el derecho a vivirlo. Y The Exploited se lo han ganado con sangre. Y hubo momentos hermosos también. Uno de esos que no saldrán como “storytime” en los videos de TikTok. Un fan subió al escenario y le regaló su chaqueta a Wattie. No fue un acto para la foto, fue un gesto de tributo, como entregar tu estandarte a quien ha liderado tus batallas emocionales…Y cuando llegó “(Fuck the) U.S.A.”, el teatro entero se convirtió en un solo grito. El público, sin importar edades ni estilos, coreó al unísono ese coro incendiario que ha retumbado por generaciones:
“Fuck the U.S.A.! Fuck the U.S.A.!”
Fue un momento de desahogo colectivo, de benevolencia anti Yankee sin filtro, donde cada garganta se unió en un canto furioso que estremeció los muros del Caupolicán. Un acto de rebeldía tan crudo como auténtico, que encarnó la esencia misma del punk. Una breve pausa que asustó a más de alguno permitió que la mejor parte fuera sublime, junto a la transcendental Sex and Violence, en donde decenas subieron al escenario para cantar como es ya el ritual de esta canción en vivo. Y no, no se acabó el concierto ahí. No hubo policías, ni seguridad bruta ni cortes innecesarios. La banda y el público funcionaron como un mismo cuerpo. Caótico, sí. Pero consciente. Poderoso.
Cerraron con Punks Not Dead y Was It Me. Fue ahí cuando se sintió todo. Que esto no es una moda ni una postal del pasado. Que el punk sigue siendo ese latido incómodo que no pueden silenciar. Que estamos vivos, que existimos dentro del sistema, que trabajamos y criamos y amamos, pero también resistimos. Este concierto no fue solo música. Fue un recordatorio. De quiénes fuimos. De quiénes somos. Y, sobre todo, de por qué no nos pueden borrar. Porque el punk no está muerto. Lo que está muerto es el intento de domesticarlo.
