Connect with us

Artículos

Portishead: La banda que hechizó al mundo para siempre

Algunas bandas no solo marcan una época, sino que trascienden el tiempo, envolviéndonos en un estado de asombro perpetuo. Portishead es una de esas bandas. No importa si los descubriste en los noventa, en los dos mil o incluso hace apenas unos años: su sonido parece estar programado en el ADN de quienes realmente escuchan. Y digo “realmente” porque Portishead no es música de fondo. Es un rito, una inmersión, una catarsis.

Desde que tengo memoria, en mi casa sonaban esos acordes arrastrados, como esa melancolía vaporosa, los beats y la voz de Beth Gibbons, un lamento que se clava en lo más hondo del pecho. Crecí con Portishead sin siquiera darme cuenta, hasta que llegó un momento en que su sonido se convirtió en una segunda piel. Cuando en 1994 apareció Dummy, el mundo aún no sabía cómo procesar lo que Bristol estaba entregando. El trip hop ya tenía sus bases en Massive Attack y Tricky, pero Portishead llevó el género a un terreno más oscuro, más cinematográfico, más dolorosamente íntimo. Cada pista de Dummy suena como una confesión en penumbras. Es un disco que se siente como un film noir sonoro, donde cada susurro, cada riff, cada sample es una pieza de un rompecabezas emocional.

El éxito fue inmediato, pero lejos de acomodarse, la banda se encerró en su propio laboratorio y en 1997 lanzó Portishead, un álbum aún más crudo, más experimental, con un uso obsesivo del vinilo y la imperfección sonora como estética. Pocos logran lo que ellos hicieron: reinventarse sin perder identidad. Y luego, el silencio. Un silencio de once años que no fue vacío, sino expectante. Cuando en 2008 regresaron con Third, lo hicieron con una propuesta totalmente distinta: más industrial, más agresiva, más desafiante. Portishead no se quedó atrapado en la nostalgia de los noventa. Ellos empujaron los límites de su propio sonido, demostrando que su relevancia no era un accidente, sino una elección.

Si hay algo que prueba que Portishead no es solo una banda de estudio, es Roseland NYC Live (1998). Este álbum y concierto filmado en Nueva York es, sin exagerar, una de las mejores presentaciones en vivo jamás registradas. Con una orquesta completa detrás, lograron lo impensado: llevar su sonido a una dimensión aún más profunda. Las versiones de “Roads”, “Sour Times” y “Glory Box” en este concierto son simplemente irrepetibles. La comunión entre la voz de Gibbons, la instrumentación y la atmósfera del Roseland Ballroom genera una energía casi tangible, un escalofrío constante.

Portishead tiene esa cualidad casi mística de encajar en cualquier atmósfera sin importar el contexto, el estado de ánimo o incluso el género que lo precede. Puedes estar inmerso en una ráfaga de death metal, sintiendo la crudeza de guitarras distorsionadas y baterías demoledoras, y de pronto, sin previo aviso, suena una canción de Portishead. Lo lógico sería que el cambio fuera abrupto, que rompiera el ritmo de lo que venías escuchando, pero no. En lugar de eso, la dejas sonar, como si hubiera estado destinada a aparecer en ese momento exacto. No hay disonancia, no hay choque, porque su música tiene una cualidad hipnótica que trasciende las etiquetas y los géneros. Es una falta grave, casi un pecado capital, cortar un tema antes de que termine; simplemente no se hace. La razón es simple: ninguna canción de Portishead se siente gastada, repetitiva o carente de significado. No importa cuántas veces hayas escuchado Roads, The Rip o Glory Box, siempre parece la primera vez, siempre evocan algo distinto, siempre se sienten frescas, como si fueran ajenas al paso del tiempo.

Esa capacidad de resonar en cualquier contexto también se extiende a las colaboraciones que Beth Gibbons y la banda han hecho con otros artistas a lo largo de los años. Su voz, tan etérea como desgarradora, ha sabido encajar con una variedad de músicos que van desde el compositor polaco Krzysztof Penderecki, con quien exploró paisajes sonoros oscuros y vanguardistas, hasta Rustin Man, en el exquisito Out of Season, un álbum que, sin ser de Portishead, mantiene esa esencia de melancolía suspendida en el aire. Y cuando Portishead como banda ha salido de su propio universo para reinterpretar temas ajenos, como lo hicieron con SOS de ABBA, Massive Attack o el mismísimo Tome Jones, –colaboración que en lo personal es una verdadera gema–, la transformación es total: lo convierten en algo completamente suyo, lo tiñen de su estética, de su atmósfera cinematográfica, de esa sensación de aislamiento y belleza trágica. Pocas bandas tienen esa capacidad de absorber cualquier influencia sin perder un ápice de identidad, y menos aún de lograr que su música, sin importar dónde ni cuándo suene, se sienta como un momento que debe ser respetado, como una especie de verdad inquebrantable que no admite interrupciones.

Ver a Beth Gibbons interpretar estas canciones en vivo es una experiencia que trasciende el mero acto de escuchar; es ser testigo de una comunión absoluta entre artista y música, donde cada nota, cada palabra, parece brotar de un lugar tan íntimo y profundo que la frontera entre intérprete y canción se desvanece por completo. No hay espacio para el artificio ni para la exageración teatral, porque su presencia sobre el escenario no responde a la necesidad de impresionar, sino a una entrega genuina que transforma el momento en algo casi sagrado. Su voz, quebradiza y solemne, pero al mismo tiempo cargada de una intensidad desgarradora, no busca deslumbrar con técnica, sino transmitir una verdad desnuda, sin filtros ni concesiones. Y esa verdad, tan difícil de sostener en un mundo donde la música en vivo a menudo se convierte en un ejercicio de espectáculo más que de emoción real, es lo que hace de cada una de sus interpretaciones algo único e irrepetible, un instante suspendido en el tiempo que se graba en la memoria con la fuerza de lo auténtico.

A pesar de los años, de la ausencia de nuevos discos, Portishead sigue sonando actual. No hay hype, no hay sobreexposición. No necesitan estar en cada festival ni lanzar álbumes cada dos años. Su legado es tan sólido que cada generación los redescubre y se deja atrapar. En un mundo donde la música muchas veces se consume rápido y se olvida aún más rápido, Portishead sigue siendo una anomalía. No importa cuándo los escuches por primera vez; el impacto será el mismo. No hay persona en el mundo que, al enfrentarse realmente a su música, no quede cautivada. Porque no es solo sonido: es un estado emocional, un regocijo, un espectro que nos susurra que en la tristeza también hay belleza. Y en un universo donde todo parece efímero, saber que su música sigue allí, esperándonos, es una de las pocas certezas que vale la pena tener.

Written By

Notera y creadora de contenido en iRock. Leal servidora del Rock, el Metal y los sonidos mundanos. Conductora en "La Previa" y Co-conductora en "Rock X-Files". | Mail: litta@irock.cl

Destacado

Poser vs Trve: El eterno dilema del metal y su paradoja  

Artículos

Rock, metal: El enigma de la catarsis sonora

Artículos

Pentagram en Chile: Bobby Liebling y el doom imperecedero

Conciertos

Debut en Chile: Schirenc Plays Pungent Stench y Skeletal Remains traen la brutalidad del death metal

Conciertos

Advertisement

Connect
Suscríbete a #iRockCL