Por: @jeff.qlo | Foto: Francisco Aguilar
Lo de anoche fue un saqueo espiritual, una purga sonora que dejó a su paso un campo de cuerpos exhaustos, drenados de la poca luz que aún les quedaba. Archgoat no solo se presentó en el escenario: descendió sobre él como una entidad inamovible, como una fuerza cuyo propósito es socavar todo lo sagrado y sumergir a quienes escuchan en una bruma densa de caos y devastación.
Desde el primer instante, el público quedó completamente atrapado en su órbita. No había distracciones, no había margen para la dispersión. Los ojos estaban fijos en la oscuridad que emanaba del escenario, en la forma en que cada riff y cada golpe de batería se clavaban como estacas en quienes estaban presentes. La multitud se entregaba, consumida por la negrura absoluta de lo que estaba ocurriendo. Era una posesión.
Y en el centro de esa tempestad, la voz de Lord Angelslayer. Lo suyo es un gruñido cavernoso que parece provenir de un abismo sin fondo, una vibración primitiva que no tiene eco en este mundo porque pertenece a algo más allá. Es un canto de guerra, un dictamen de condena que se impone sobre la música como si cada palabra invocara legiones de sombras para corroer lo poco que quedaba en pie.
Si algo definió la puesta en escena, fue esa combinación de entrega absoluta con una frialdad inhumana. No hubo sonrisas, no hubo conexión innecesaria con el público. Archgoat no vino a entretener, vino a devastar, a hacer lo que siempre han hecho: profanar con convicción, sin rastro de piedad, sin el menor atisbo de concesión. Eran entidades, no personas. La música fluía a través de ellos, como si en lugar de tocar simplemente canalizaran una fuerza mayor, una que solo tiene un propósito: derrocar todo vestigio celestial.
Pero si hubo algo que se sintió como una verdadera señal del fin de los tiempos, fue la batería. Sonó como un colapso, como el tambor de guerra de un ejército que no da tregua. Cada golpe parecía arrancar cada órgano vital, cada blast beat se sentía como un cañonazo directo al pecho. No había un segundo de respiro, no había margen para procesar nada. Las trompetas del Apocalipsis resonaban como la consumación de la condena.
El público lo entendió desde el primer momento. No estaban allí para cantar, ni para saltar, ni para cualquier acto mundano de celebración. Estaban allí para ser consumidos. Y así fue. Absorbieron todo lo que Archgoat les entregó, se dejaron arrastrar hasta que no quedó nada más que vacío. No se trató de resistencia, sino de una rendición total a la oscuridad absoluta.
Lo que quedó al final fue un espacio vacío, un escenario que ya no parecía real, como si hubiera sido devorado por la entidad misma que lo ocupó. El público, reducido a restos, no salió del recinto de la misma manera en que entró. Algo quedó atrás, algo se drenó. Eso es Archgoat: la imposición de la oscuridad absoluta, el sonido de un infierno que no se cree en metáforas, sino en hechos.
