Nota: @jeff.qlo | Fotos nacionales: Chargola | Fotos Beherit: Litta
En Chile, el 21 de mayo suele ser una fecha teñida de desfiles, discursos patrióticos y orgullo naval. Sin embargo, este año, el calendario decidió abrir una grieta. Mientras las calles celebraban la memoria de Prat y la gesta de Iquique, bajo la bóveda oscura del Teatro Cariola se invocaban otras fuerzas, no las de la patria, sino las del abismo. El fuego no vino del cañón de un monitor, sino del azufre que colmó el aire. Beherit, los emisarios del black metal más blasfemo de Finlandia, finalmente pisaban tierra chilena. El contraste era perfecto: un ritual de oscuridad en el día que suele estar consagrado a la gloria nacional. Esta vez, el alma se inclinó ante otra bandera, la del caos primigenio.
Lo que se vivió fue una profanación a la fe. Un cruce de planos. Porque la llegada de Beherit a Chile no solo marca un hito para los fanáticos del black metal más caótico; fue un acto histórico dentro de un país que respira fervor musical, pero que rara vez puede presenciar en carne y hueso a uno de los pilares fundacionales del black metal más ocultista y crudo que haya parido Europa. Formados a finales de los 80, con Marko Laiho (Nuclear Holocausto) como su figura central, Beherit (palabra siríaca para “Satanás”) siempre fue más que una banda, fue una manifestación sonora del mal, un artefacto ritual y una negación total del espectáculo.
Y así fue desde el comienzo. El ambiente en el Cariola ya se sentía denso desde antes que el primer acorde sonara. La noche estaba cargada, como si el velo que separa este mundo y otro estuviera por romperse. La banda elegida para abrir el ritual fue Sporae Autem Yuggoth, proyecto chileno que mezcla doom y black metal con una propuesta lovecraftiana que fue ideal para cimentar el suelo que temblaría después. Con un desplante hipnótico y arrastrado, fueron los encargados de marcar las primeras grietas. En su propuesta había una tensión constante, como si las estructuras del teatro comenzaran lentamente a ceder. Su show fue ceremonial, lento como un conjuro y poderoso como una maldición.
Después vinieron los ya conocidos Execrator, quienes encendieron otra llama, esta vez mucho más carnal. Con Álvaro Lillo y compañía al frente, el death metal de la vieja escuela, con tintes thrash y podredumbre, trajo una energía febril al recinto. Su conexión con el público fue total, incluso en su desdén, porque Execrator no busca agradar, sino perturbar. La blasfemia aquí fue un estandarte. Es sabido en la escena nacional que con ellos la noche está asegurada de blasfemia y oscuridad absoluta, donde cada riff sonó como un escupitajo en la cara del cielo.
Adentrada la oscuridad de la noche, llegó el momento que muchos esperaban desde décadas, Beherit sobre un escenario chileno. Nadie hablaba, todos miraban. Una intro que duró casi 8 minutos sumió al Cariola en un trance colectivo. Sonidos oscuros, reverberaciones, pulsos rituales que hicieron desaparecer cualquier noción de tiempo. No había urgencia. No había apuro. Solo una atmósfera envolvente que anunciaba lo que se venía: la inmersión total. Y cuando finalmente emergió la silueta de Marko, esa voz cavernosa que parecía salir de una cripta olvidada, todo cambió. El abismo nos hablaba.
Y es que Beherit nunca fue una banda “común” de black metal. Desde sus inicios a finales de los 80, cuando el metal extremo aún se debatía entre su crudeza y su evolución técnica, ellos eligieron el camino más hermético, el del ritual, el del caos espiritual, el de la negación total de las formas. Lo que anoche vimos fue exactamente eso: una clase maestra de ocultismo sonoro, sin concesiones. Nada de luces, pirotecnia o carisma. Solo sombras. El escenario apenas se iluminaba lo justo para intuir que ahí había presencia, pero todo lo demás quedaba a la imaginación y a los sentidos alterados. Y esa es justamente la intención, Beherit no está aquí para agradar ni para entretener; está para arrastrarte a lo profundo.
Solo eran figuras encapuchadas que proyectaban la intención de extinguir toda luz viva en el recinto. Era como si el escenario fuera un altar y el público, una secta convocada para oficiar un acto que trasciende lo musical. Cada canción fue un descenso. Un rezo al revés. No hubo teatralidad, pero sí hubo presencia. Una tan potente que se sentía en el pecho, en los huesos, en la parte más enterrada de uno mismo.
El público estaba completamente hechizado. Algunos cerraban los ojos, otros levantaban los brazos. Y no faltaron quienes simplemente quedaron quietos, como petrificados ante una fuerza incomprensible. No fue una catarsis explosiva, fue una sumisión progresiva. Al final, todos los asistentes se llevaron algo más que una polera o algo de merch para el recuerdo, se llevaron un fragmento del vacío, una marca espiritual difícil de borrar. Porque Beherit no solo tocó, sino que extrajo algo. Y lo dejó en nosotros.
Lo que ocurrió anoche fue una ceremonia irrepetible. No solo porque es probable que Beherit no vuelva a tocar en vivo, sino porque esa coincidencia entre fecha, contexto y banda solo puede describirse como una alineación perversa de los astros. El 21 de mayo cambió, ya no será solo el día de las batallas navales. Será también el día en que el infierno se asomó en Santiago… y nos encontró mirando de vuelta.
