Nota @jaime_gonzalez_vocalista - Fotos @crisrock_photography
La ansiedad era palpable desde antes de que las luces se apagaran. Había quienes repasaban setlists en sus celulares, otros miraban ansiosos hacia el escenario y muchos, simplemente cerraban los ojos esperando la primera distorsión que desatara el viaje. Esa expectación no era gratuita, lo que estaba por comenzar prometía un cruce entre brutalidad y belleza, un recorrido que iría desde la fiereza de nuevas generaciones, pasando por la magnificencia operática y devastadora de Fleshgod Apocalypse, hasta la comunión sinfónica de Epica. Y la espera, se había consumado.
DECESSUS
La apertura de la jornada estuvo a cargo de Decessus, joven agrupación que ha tenido alta entrada mediática. Con “The Awakening” como preámbulo, se prestaban a demostrar de qué están hechos y que sus logros no san sido al azar. La batería de Martín, demoledora como un muro de martillos inquebrantables, marcó el pulso de un show en que la energía se desbordaba sin concesiones. Carlos, dueño de una guitarra de siete cuerdas, desplegó un arsenal de riffs y solos de técnica impecable, un verdadero despliegue de shred que electrizó al público. En perfecta sintonía, Jaime Pape, dio una lección de cómo el bajo puede sostener y elevar la densidad del sonido, con la fuerza y precisión de un músico que ya parece veterano.
La propuesta se completó con la entrega de Ignacia, cuya voz gutural cortaba el aire como un hierro candente, encajando con naturalidad en la brutalidad sonora que construyen sus compañeros. Canciones como “Traitor”, “Dark Flames” o “Deliverance” fueron recibidas con la intensidad de un público que los reconoce como una banda en ascenso, capaz de codearse en escenarios internacionales como el Hellsinki Metal Fest en Finlandia o teloneando a Ne Obliviscaris en Alemania. Y mientras anunciaban con orgullo el lanzamiento de su debut este 10 de octubre en Sala Metrónomo, se respiraba la sensación de que no se trataba de una promesa, sino de una realidad, que han llegado a reclamar su lugar en la escena y lo hacen, con la contundencia de quienes saben su tiempo ya comenzó.
FLESHGOD APOCALYPSE
La oscuridad se apoderó del Caupolicán con la solemnidad de un funeral, y en medio del silencio inicial un piano solitario marcó el inicio de un viaje que sería brutal y elegante. Dos atriles con calaveras custodiaban la escena, mientras desde el fondo emergía Veronica Bordacchini, soprano y figura etérea, avanzando con una bandera en mano hasta reclamar su lugar en el escenario. La atmósfera se quebró cuando Paolo Rossi, bajista y voz gutural, desató la tormenta. Lo que siguió fue una amalgama sonora desbordante, piano, guitarras y voces entrelazándose en un equilibrio imposible entre la violencia del death metal y la magnificencia de la ópera.
La primera embestida fue un golpe directo al cuerpo, aunque la segunda canción mostró de inmediato por qué no se parecen a nadie. Potencia desmedida, cortes progresivos, melodías operáticas que se fundían con riffs desgarradores; la piel erizada, el público con los puños en alto acompañando cada golpe. Minotaur (The Wrath of Poseidon) confirmó que esto era una maquinaria que avanza con precisión quirúrgica, una sinfonía de velocidad y distorsión, tan majestuosa como demoledora.
La puesta en escena fue, por sí sola, un espectáculo digno de un teatro maldito. Una escalera al centro conducía a una explanada adornada con calaveras, iluminada como si fuese un escenario de ópera decadente en un teatro municipal en ruinas. Cada músico, al subir, parecía integrarse a una obra macabra, una oda a la muerte, solemne y grotesca, donde la brutalidad se fundía con la belleza.
Con “Pendulum” y “Sugar” llegó el descontrol. Los primeros mosh se abrieron paso en la cancha mientras el baterista Francesco Paoli y el pianista Francesco Ferrini abandonaban sus puestos por un momento para alentar a la multitud desde la primera línea, antes de regresar a sus instrumentos y seguir desatando bestialidad sin tregua. En medio del frenesí, Paolo preguntó al público si querían bailar y, entre risas y energía desatada, pidió que todos hicieran el gesto de una bailarina de ballet con los brazos sobre la cabeza. La escena adquirió tintes insólitos cuando recibió una bandera chilena en respuesta, provocando silbidos de cueca y un estallido de complicidad con la audiencia.
En “Morphine Waltz” el público se entregó a un mosh avasallador. Aunque lo suyo no era solo brutalidad, también había espacio para la teatralidad e incluso, algo de humor en modo de guiños pop, en “No”, entre la oscuridad y el blastbeat, aparecieron de la nada versos de “…Baby One More Time” de Britney Spears, como un easter egg absurdo y encantador. Incluso el pianista sorprendió al levantarse para golpear los platos con una baqueta durante “Bloodclock”, desatando aplausos cómplices.
El respiro llegó con “Epilogue”, donde Veronica se alzó en su registro más lírico, acompañada de un recinto iluminado con celulares encendidos que simulaban velas en un rito fúnebre y sublime. Fue uno de los momentos más conmovedores de la noche, un contraste que acentuó la profundidad conceptual de la banda.
Pero el descanso duró poco. El encore fue pura violencia: “The Violation” levantó olas de locura en la cancha, y cuando parecía que no quedaba nada más por decir, se despidieron con una versión brutal y melódica de “Blue (Da Ba Dee)” de Eiffel 65. Entre lo cómico y lo aplastante, el público respondió con un fervor descontrolado, celebrando la ironía de transformar un himno pop en un estallido death sinfónico.
Lo que entregaron fue una representación teatral que dejó al público atónito, entre asombros, sonrisas, mosh y brutalidad desbordante. Una experiencia total muy plena, pocas bandas en el mundo logran llevar el metal extremo al terreno del arte con semejante grandeza.
EPICA
Exactamente a las 21:29, la penumbra del recinto fue atravesada por un haz de luz que anunció la llegada de Epica al escenario. La primera aparición de Simone Simons, angelical y con una presencia magnética, dejó claro que la noche sería un viaje donde la majestuosidad de la música sinfónica y la ferocidad del metal encontrarían su equilibrio perfecto. La coordinación entre las proyecciones del fondo y el juego de luces transformó cada canción en una pintura viviente, colores y símbolos que dialogaban con las letras, reforzando la idea de que son un concepto visual, sonoro y espiritual.
La fanaticada respondió con devoción desde temprano y, tras “Sensorium”, un saludo del guitarrista confirmaba esa conexión visceral “son el mejor público” (Lo vamos a terminar creyendo, ah?). Aunque, tal vez, no exageraba. “Apparition” fue uno de los primeros himnos coreados a todo pulmón, pero fue con “The Obsessive Devotion” donde la locura se desató. El tema, que explora las cadenas de la obsesión y la pérdida de libertad que implica rendirse ciegamente a los propios demonios internos, levantó los primeros pits de la noche. El duelo entre la voz gutural y frenética de Mark Jansen y la interpretación lírica de Simone fue un choque de fuerzas opuestas que se abrazaban con violencia y hermosura, mientras el tecladista Coen Janssen empuñaba su característico teclado curvo, sumando teatralidad al instante.
“Arcana”, bajo luces rosadas y círculos proyectados en un loop hipnótico, fue casi una experiencia sensorial, Simone, inmóvil en el centro del escenario, parecía dirigir un ritual en medio de un vértigo cromático. En “Unchain Utopia”, con una ciudad roja proyectada detrás y una luna enorme como vigía, la banda entregó uno de sus pasajes más intensos, un llamado a liberarse de las cadenas de la opresión y de la manipulación, mensaje que resonó con fuerza en la entrega del público. Más adelante, “Aspiral” redujo la velocidad y sumió al Caupolicán en un silencio cómplice, la voz de Simone, casi a capella, sostenida por un leve teclado de fondo, hizo que miles de personas contuvieran el aliento para escuchar un susurro convertido en plegaria.
El encore trajo consigo la catarsis colectiva. En “Cry for the Moon”, Simone advirtió entre risas que “tendrán que cantar conmigo, quieran o no”, y la multitud obedeció con pasión desbordada. El clásico, que aborda la hipocresía religiosa y el costo de la represión moral, explotó en un coro gigantesco donde el “Forever and ever” vibraba en las pantallas para incitar a que nadie se quedara callado. Fue un instante de comunión absoluta entre banda y audiencia. Y como cierre, “Consign to Oblivion” transformó la cancha en un campo de batalla a pedido de Mark Jansen, la multitud abrió un enorme Wall of Death que desembocó en un circle pit que ocupó tres cuartos del recinto, mientras la canción rugía con una fuerza apocalíptica.
Vivimos la confirmación de que la banda neerlandesa no solo domina el lenguaje del metal sinfónico, sino que lo trasciende, llevando a su público hacia una experiencia en la que la belleza y la brutalidad conviven como dos caras de una misma verdad. En esa comunión de voces, luces y cuerpos en movimiento, quedó la certeza de que escriben en cada show un nuevo capítulo de su propio universo y anoche, fuimos testigos de una de sus páginas más brillantes.


















