Connect with us

Artículos

Limp Bizkit: el soundtrack oculto de la adolescencia chilena

Cómo una banda que jamás fue la favorita de nadie terminó convirtiéndose en el ruido de fondo que moldeó a toda una generación. Entre videojuegos, cibercafés y discos piratas, Limp Bizkit se filtró en la vida cotidiana de un país que los adoptó antes de saberlo.

Nadie lo admitía, pero en algún momento todos tuvimos a Limp Bizkit sonando de fondo. No era una banda que uno eligiera con solemnidad, como quien se sienta a “escuchar música” con la luz apagada y el alma abierta. No. Limp Bizkit estaba ahí, metido entre los ruidos de la vida cotidiana, en los parlantes rotos de un ciber de esquina, en los compilados mp3 de la feria, en los comerciales mal editados de la tele abierta, en una partida infinita de Counter Strike donde alguien gritaba “¡rush B!” mientras sonaba un loop de Break Stuff desde el computador del fondo. Esa fue la verdadera puerta de entrada para un soundtrack que llegó y nunca más se fue de nuestras vidas.

Chile, especialmente entre fines de los 90 y mediados de los 2000, era un país que absorbía la cultura como podía, quienes vivimos esa época sabemos que por cable pirata, por discos regrabados, por fotocopias de carátulas bajadas de Ares, eMule, Torrents, por videoclips repetidos una y otra vez en MTV, por las radios de buses interurbanos que metían nü metal como si fuera música motivacional para aguantar la carretera. Y en ese mapa medio precario, medio mágico, Limp Bizkit era la banda que cruzaba todos los caminos. No importaba si te gustaba el metal, el rap, el punk, o si lo más duro que escuchabas era Linkin Park, igual conocías una línea de Fred Durst aunque juraras que no. Lo interesante es que en nuestro país no eran necesariamente la banda favorita de nadie… pero eran la banda secundaria de todos. La que te acompañaba mientras abrías el navegador para entrar a Fotolog, la que sonaba mientras elegías el auto en Need For Speed Underground, la que te animaba en el Skate Plaza después de un día eterno en el liceo.

Si la adolescencia chilena tuviera soundtrack, uno que incluyera la mezcla absurda de rabia, humor, torpeza, precariedad, ternura y delirio propio de crecer acá, Limp Bizkit estaría en esa lista aunque nadie hubiera hecho el esfuerzo consciente de ponerlos. Porque ellos tenían algo que calzaba demasiado bien con nosotros, tenían esa bronca sin culpa, ese desorden sin metáfora, ese espíritu de “no estoy ni ahí, pero igual estoy pasándolo la raja”. Chile era un país lleno de tensiones silenciosas. Una generación entera contenida entre profesores diciendo “compórtate”, adultos diciendo “no cuestionen tanto”, y un futuro que parecía moverse siempre dos estaciones más adelante. Y ahí aparece este brutal y a la vez “peculiar” sonido, no como una propuesta intelectual ni como un manifiesto político, sino como el permiso perfecto para botar energía, romper la pose, cagarse de risa de la realidad.

Cuando en MTV o Vía X pasaban los videoclips de Break Stuff, Re-Arranged o Nookie, había algo que se quedaba pegado a la retina, ese look exagerado, esa mezcla improbable de rap, metal y caricatura, esa estética que olía a skate, yoki y sudor pero que también venía con un código visual imposible de ignorar. Muchos recuerdan con una nitidez casi absurda la primera vez que vieron Break Stuff en la tele, con ese plano de Durst con la gorra roja, esa actitud de “no estoy actuando, soy así”, ese gesto de rabia adolescente que no necesitaba explicación. Fue un pequeño terremoto cultural, porque de pronto aparecía una banda que no pertenecía a ninguna ortodoxia.

No eran Anthrax mezclándose con Public Enemy, tampoco eran Korn empujando el metal hacia una zona fuera de su orbita, era otra cosa, un monstruo nuevo que entraba por la pantalla sin pedir permiso. Y lo más divertido es que, al principio, muchos lo negábamos. Era casi un sacrilegio admitir que te gustaba una banda que mezclaba rap y guitarras distorsionadas en un país donde todavía existían códigos rígidos sobre “lo que se podía escuchar” y “lo que era venderse”. Pero ahí estábamos igual, atrapados por esa energía que se metía bajo la piel como si te hablara en un idioma que ya conocías sin haberlo estudiado nunca. Fred Durst frontman y personaje que los adolescentes chilenos entendían mejor que cualquier crítico, se transformo rápidamente en una especie de compañero de curso desordenado, insolente, encantadoramente insoportable, que siempre sabía qué decir para prender el curso entero y dejar todo en el aire, aunque después nadie quisiera admitir que lo había pasado bien.

Y al final, sin darnos cuenta, dejamos que entrara en nuestra memoria emocional. Porque su música fue parte de la arquitectura de lugares que ya no existen, como los ciber que cerraron, los Blockbuster vacíos, los centros comerciales donde sonaba Take a Look Around mientras los guardias se paseaban con cara de pocos amigos, los computadores con torres gigantes donde uno dejaba descargando Chocolate Starfish toda la noche esperando que no se cayera la conexión. Por eso, cuando hoy Limp Bizkit anuncia un concierto en Chile, algo raro ocurre. De pronto todos los que juraban jamás haberlos escuchado recuerdan una canción. Todos los que alguna vez bajaron un mp3 a 128 kbps sienten un cosquilleo extraño. Todos los que jugaron alguna versión de Tony Hawk o se escaparon de clases para ir al ciber se reconocen en un mismo gesto, una sonrisa muda de “sí, yo también estuve ahí”. Hay algo hermoso en esa memoria compartida, algo que ninguna crítica musical puede explicar. Limp Bizkit regresa como esa cápsula del tiempo que nos regala un maravilloso momento que habíamos perdido en el tiempo. Un espejo donde una generación entera puede asomarse y verse otra vez, en donde seguimos siendo torpes, intensos, rabiosos, alegres, llenos de ganas de romper algo sin destruir nada.

Porque quienes vivimos esa época sabemos lo afortunados que fuimos, en no estar atados a los paradigmas de las RRSS, la dicotomía de las realidades en las plataformas Streaming y la contaminación del mundo globalizado. Tal vez ese sea su verdadero legado en este final del mundo, no los riffs, no la estética, no el nü metal… sino la certeza de que crecimos acompañados sin saberlo. Chile fue, y sigue siendo, un lugar extraño para el nü metal, una sociedad donde el desorden emocional encuentra fiesta, donde el caos tiene ritmo, donde la banda sonora de la vida cotidiana podía saltar de Illapu a Limp Bizkit sin que a nadie le pareciera raro. Y ahí está el secreto, ellos nunca se fueron. Se deslizaron por debajo, en la memoria afectiva, en la estética del barrio, en la forma de caminar, en la manera de hacer ruido.

Quizás no todos fuimos fans de Limp Bizkit.
Pero todos crecimos con ellos.
Y ahora que vuelven a Chile, lo único que queda es reunirnos de nuevo —frente al escenario, entre el mosh y las carcajadas— para agradecerles por haber sido el soundtrack oculto de nuestra adolescencia.

Written By

Editora y Creadora de Contenido en iRock. Leal servidora del Rock, el Metal y los sonidos mundanos. Conductora en "La Previa" y Co-conductora en "Rock X-Files". | Mail: litta@irock.cl

Destacado

¡Sorpresa Rockera en La Moneda! El Orfeón Nacional de Carabineros rinde homenaje a AC/DC a días de su regreso a Chile

Chile

Avantasia Arrasa el Coliseo; Hidalgo Abre la Noche con Arte Puro

Conciertos

Banda chilena Consequence of Energy se tomará Times Square como parte de la iniciativa Look Up!

Chile

The Fall of Troy anuncia debut en Chile

Conciertos

Advertisement

Connect
Suscríbete a #iRockCL