El Parque Estadio Nacional tembló. Y no fue por un sismo. Fue por el rugido de miles de gargantas sedientas de catarsis, unidas en una ceremonia de distorsión y memoria. Este 30 de abril, System of a Down regresó a Chile para transformar un espacio poco digno en un altar de redención colectiva. La cancha frontal vibró como un corazón tenso, latiendo a destiempo con cada salto, cada giro, cada coro gritado desde las entrañas, mientras la cancha general desataba su propio infierno terrenal, en una danza de polvo, fuego y cuerpos colisionando. Entre el caos y la poesía, el show se convirtió en una experiencia total. Brutal. Imparable. Humana.
Y sin embargo, hay que decirlo sin miedo ni eufemismos, la locación no estuvo a la altura. El Parque Estadio Nacional, convertido en una explanada mal acondicionada, con visibilidad irregular y precios desproporcionados, dejó mucho que desear. La promesa de comodidad y cercanía que justificaba el valor de la entrada, especialmente en sectores premium, se diluyó en un sonido que rebotaba con dureza y una logística que parecía improvisada. Pero cuando el alma del público chileno se enciende, nada puede opacar la entrega. Ni el polvo. Ni las filas eternas. Ni la espera.
Los fuegos se encendieron temprano. Sinergia, íconos del rock nacional, ofrecieron un show preciso, afilado como sus riffs. Con “Mi Señora” coreada como un himno y un frontman que no necesita presentación, el grupo no solo calentó motores, sino que hizo estallar la primera oleada de pogo del día. Luego, los brasileños de Ego Kill Talent encendieron el escenario con una propuesta sólida, con guitarras musculares y una actitud frontal. Sudamérica respondió a Sudamérica con energía y respeto. El público los recibió con la curiosidad que se transforma rápidamente en complicidad. La tierra ya estaba vibrando cuando las luces bajaron y los primeros acordes de “X” atravesaron la noche como un cuchillo encendido. Y ahí comenzó la guerra. La cancha frontal se cerró en sí misma como una ola que colapsa sobre sus propias aguas. “Suite-Pee” siguió como un latigazo. Era un cuerpo colectivo, saltando como un solo músculo. En “Prison Song”, el coro desgarrador contra el sistema carcelario de EE.UU. fue gritado con tal ferocidad que por un instante el Estadio se volvió otro país. Uno que no olvida. Uno que reclama.
Pero fue con “Aerials” cuando la emocionalidad explotó. La melodía flotó sobre un mar de luces alzadas. Cantada con lágrimas, con los ojos cerrados, con las manos temblando. No era solo música, era historia personal. Era sobrevivencia. El frenesí regresó sin aviso con “I-E-A-I-A-I-O”, “36”, “Pictures”, un tridente de locura acelerada que no dio tregua ni para respirar. Entonces, cuando “Highway Song” se desplegó y lo hizo como una extraña calma con filo, justo antes de que “Needles” clavara su aguijón en los oídos y desatara un nuevo torbellino en la cancha general, que para entonces ya se había convertido en un campo de batalla. El mosh no paraba, ni con la polvareda que nublaba la vista. Cuerpos chocando, girando, levantándose como si la gravedad hubiese sido anulada por la distorsión. “Deer Dance” fue marcha y protesta, “Soldier Side” (con su introducción) se sintió como una plegaria rota.
La secuencia con “B.Y.O.B.”, “Radio/Video”, y “Dreaming” fue una embestida quirúrgica, sin pausa. El breakdown de este último retumbó como un terremoto, el más sutil, el más denso. El más emocional. “Hypnotize” marcó uno de los puntos altos. La voz de Serj Tankian quebró el aire con esa ternura lúgubre que solo él puede conjurar. “Peephole” y “ATWA” fueron exploraciones más oscuras y contemplativas, mientras que “Bounce” y “Suggestions” revivieron el frenesí punk, como si el setlist estuviera diseñado para mantener una montaña rusa emocional constante. Entonces llegó “Psycho” y el delirio tomó otra forma. Se sentía el sudor de todos en el aire. El público estaba en trance. Y cuando “Chop Suey!” estalló, lo hizo como una liberación universal. La explosión. La catarsis. Cada sílaba fue devuelta a los músicos como una ola. Ya no importaba nada más. El sonido titubeaba por ratos, la visibilidad era dispareja, pero ¿a quién le importa cuando estás cantando a todo pulmón “Why’d you leave the keys up on the table”?
Después de eso, la banda no bajó el nivel. “Kill Rock ‘n Roll”, “Lost in Hollywood”, y “Lonely Day” tejieron una atmósfera melancólica, sin perder contundencia. “Mind”, “Spiders”, y “Forest” recuperaron el nervio crudo, esa esencia esquizofrénica que define a SOAD. Ya no era un concierto, era un ritual. La noche cerró con una tríada demoledora junto a “Toxicity”, con su grito final resonando hasta las graderías más distantes, “Sugar”, con su groove enfermo e irresistible, y una interpretación sentida de “Roulette” como respiro final antes del colapso total. System of a Down no necesita grandes pantallas ni una puesta en escena sofisticada.
Y cuando la última nota se desvaneció en la noche, no hubo palabras, solo un gesto que lo dijo todo. Los cuatro integrantes de System of a Down se fundieron en un abrazo largo, apretado, verdadero. Un abrazo que no solo cerraba un concierto, sino que parecía sellar una promesa silenciosa. Tal vez este no fue un adiós. Tal vez las 65 mil almas reunidas en el Parque Estadio Nacional, con su entrega total, su garganta en carne viva y su fe intacta, lograron encender una chispa dormida entre ellos. Una chispa fraterna, profunda, que podría transformarse en canciones nuevas, en giras futuras, en un renacer que nadie se atreve aún a confirmar, pero que todos desean con el alma. Porque cuando Chile grita, el eco llega hasta donde habita el fuego. Porque sí, el lugar falló, el precio fue un insulto a la experiencia, pero la entrega del público convirtió una noche problemática en una epopeya inolvidable. Y es que en este país, la música no se escucha. Se respira. Se vive. Se arde con ella.
